E. seguía con algo de jetlag, no le afectó mucho pero algo... nunca se sabrá si fue jetlag o mal dormir en el aeropuerto de India y un largo viaje, pero los días iban pasando, y todavía le costaba levantarse. Sorprendentemente MA quería levantarse antes que ella, estaba despierto y quería ir a descubrir ese evocador país en el que permanecerían durante casi un mes:
MA: “¿E nos levantamos?."
E: “¿Qué hora es? Tengo sueño, estoy cansada, ¿por qué te quieres levantar ya si a ti te encanta dormir?.”
MA: “Porque uno duerme en casa, no se viene a Nepal a dormir.”
E: “Tienes razón pero sólo un poquito más.”
Dormimos un poquito más. Bajamos a desayunar al restaurante del hotel, un aromático té de especias con leche: té nepalí (próximas entregas).
Visitamos de nuevo Durbar Square, y desde allí recorrimos otros barrios por los que no habíamos estado. Bajamos por la calle de los hippies: Freak street, , que la verdad no lo parecía mucho, y descubrimos el padre de los Space Invaders era brutal, como podéis ver en la foto. Es un movimiento curioso, nos los hemos encontrado en Bélgica, Alemania, Holanda, y ahora... ¡en Nepal!
Estos barrios eran más tranquilos, podías ir por la calle sin el agobio de los cazaturistas que querían hacer de guía o venderte algo, allí podías pararte tranquilamente sin miedo. Incluso estuvimos un buen rato sentados en la parte de arriba de un templo, observando la ciudad, descansando un poquito, integrándonos en el ambiente... Corría algo de brisa.
Decidimos ir a visitar el templo de los monos, Swayambunath, íbamos un poco por intuición, sólo sabíamos que estaba a unos 3 ó 5 kilómetros según fuentes, y que estaba al oeste. Habíamos leído que se podía ir en rickshaw o en taxi por unas pocas rupias (a regatear); pero qué me estás contando, si sólo son entre tres y cinco kilómetros vamos andando.... Dimos una gran vuelta hasta llegar al lugar. Según nos empezamos a alejar del centro de Kathmandú, llegamos a un río pestilente (posiblemente sagrado) de orillas orladas de basura. El hedor era insoportable y tras cruzarlo parecía que estábamos en los suburbios más chungos de la ciudad, perros y cuervos rebuscando entre la basura y la miseria. MA: “¡qué bah!, mira salimos a esa calle que viene más gente y ya está”.
Ya en la calle en la que venía más gente, el ambiente era distinto, los bajos de las casas eran tiendas, algunas de ellas asimilables a ferreterías, textiles, etc, me recuerda a un pueblo de la castilla profunda hace unas cuántas décadas... Seguimos andando, y la calle nunca acababa, parecía que nos iba a llevar al fin del mundo y lejos de nuestro destino, E estaba cansada, no habíamos comido, así que compramos algunas cosillas para no morir de inanición y aprovechamos a preguntarle a un señorín. Íbamos bien.
Finalmente, trás mucho caminar, pasar una base militar (que dio un poco de mal rollo con alambradas y todo), ver filas, perfectamente formadas, de escolares en uniforme que se dirigían a algún lado con sus profesores, llegamos al conjunto de templos, anclados en la montaña donde montones de coloridas banderas de oración lanzaban silenciosas plegarias al viento.
Habíamos leído que si subes por una entrada lateral te librás de pagar, y por esa fuimos, la encontramos, y allí estuvimos. En la preciosa estupa, o las preciosas porque hay varias. Allí alimentaban a los monos Rhesus (Macaca mulatta, en el que se descubrió el factor Rh sanguíneo), y nos hinchamos a hacer fotos de monos. Vimos la contaminada y caótica Kathmandú con su nube envolvente de polución desde allí.
Allí, alejados del bullicio y rodeados de templos, vimos gente en la calle cenando y cantando, y rezando, y en silenciosa meditación. Parecían tanto hindúes como budistas.
Entre el dulzón ritmo de los devotos, el sol del atardecer y la cena en hojas de banano parecía el lugar ideal para pasar la tarde.
Los monos daban buena cuenta de las sobras.
El inicio del atardecer desde allí fue maravilloso. Bajamos por la misma salida, vimos como un niño al ver de repente un mono macho, que le había pasado desapercibido, se asustó, y el mono al notarlo se fue a él con mala leche, sacando los dientes y mostrando los párpados rosas, pero el niño nepalí iba con su abuela (dedución por edad) y ésta ahuyentó al mono.
Ahora teníamos que volver al hostal, y se nos iba a hacer de noche fijo, y no hay luces, menos mal que la luz de la bici nos acompañaba en todo momento, pero llegar a Tamel de noche es un infierno, no perderte es casi un milagro, al menos al principio, hasta que lo conoces; de echo la noche anterior ya nos habíamos perdido. Además, a saber por dónde había que ir, creo que también dimos más vuelta de la debida, pero ya no hacía tanto calor, y habíamos descansado en el templo, lo peor fue volver a cruzar el río y esa zona, ahora no parecía tan chunga, pero el polvo y la contaminación (pese a que el río olía menos) eran brutales, ahí es cuando entendimos porque en algunas guías de viaje recomiendan ir a Kathmandú con mascarilla, cosa que nos pareció excesivo, pero en ese momento al menos un pañuelo se hubiera agradecido.
Y así, después de cenar-comer, acabó un día más, el último día que pasaríamos solos en Nepal.